jueves, 13 de enero de 2011

A. en el malón.

Despertó en medio de la noche y se arrancó del pecho la punzante flecha que había acabado con su vida... ¡Acabado con su vida! No, esa flecha en realidad la había liberado de la muerte misma. De la deshonra. Porque en la existencia sin honra se respira humo y se tragan clavos, pensó A. Ahora ya se había fusionado con algo más allá de la vida, y por un instante nada importó.

Entonces él tomó su mano. Él, a quien había querido como a un hermano y luego deseado como al deseo mismo. Él no tenía que morir, era una lástima, pero ya nada podía hacerse. Ahora sí estaban juntos, unidos eternamente por la flecha de la muerte. ¿O de la vida?

Pero algo importaba todavía más. Si, el gusto a sangre se lo recordaba. Sus manos ampolladas y sucias, sus ropas de hombre y de tierra. Tierra de muertos. Muertos de tierra y barro. Alli vivos.

¡Hermanos! Gritó. Era angustia despidiéndose y sincera incertidumbre su voz. ¡Hermanos! Exigió. No morí por ustedes. A. murió con ustedes, y aquí está, amándolos y cuidándolos hasta el fin de lo que esto sea. ¡Hermanos! No sea tímido y hable, Martín querido. No sea perezoso y venga, mi Ignacio.

Y sus hermanos se acercaron. En los brazos de Antígona, Antígona Vélez, se acurrucaron y descansaron al fin.

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